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Al servicio del encuentro

Por Carolina Chocrón

La primera vez que visité Jerusalén tenía diecisiete años. Mi tío, que era guía de turismo, me llevó junto con un grupo de argentinos a recorrer la ciudad vieja. Todo era nuevo ante mis ojos y viejo ante el mundo. Todo allí estaba construido con piedra caliza, dándole un color particular al ambiente, con su propia paleta de matices. Había gente de todos los colores, de todos los tamaños y medidas, hablando lenguas diferentes. El paisaje sonoro era casi tan deslumbrante como el paisaje visual.

Visité varios lugares sagrados para judíos y cristianos. Me llamó la atención que en cada uno de esos lugares había un mihrab¹, y a veces también un minarete², recordando y señalando que esos patriarcas y profetas también eran sagrados para el islam.

 

 

El Santo Sepulcro me conmovió de una manera completamente nueva. No provocó llanto alguno en mí… sino algo más parecido a lo que luego reconocería como temor reverencial… un sobrecogimiento ante algo que conectaba directamente con el infinito.

 

 

Mi tío me explicó que Jesús era judío y que los judíos no entierran a sus muertos en ciudades amuralladas, por lo tanto ese no podía ser verdaderamente el “santo sepulcro” de Jesús. Me contó que cada rama del cristianismo tiene su propio “santo sepulcro” en algún lugar cercano a la ciudad. Algo similar sucedía con el monte Calvario (el monte “calavera”) en el que fue crucificado. Pero en función del recorrido turístico era bastante conveniente que quedara todo más o menos cerca.

 

 

Puede ser… pero algo ahí, en ese recinto pequeñito que tenía una entrada que lo obligaba a uno a agacharse para entrar, ese lugar extraño con una losa vacía y un techo que de tan oscuro era invisible… conectaba pavorosamente con el infinito.

 

 

Al salir nos esperaba el Muro Occidental (conocido por estos pagos como el Muro de los Lamentos). En esa época yo no profesaba ninguna religión, pero era sumamente respetuosa de las creencias y tradiciones ajenas. Mi tío me dijo que debía acercarme a tocar el muro y que podía meter un rollito de papel con alguna súplica en las ranuras que quedaban entre piedra y piedra.

 

 

El muro no significaba nada para mí… hasta que lo toqué. Y entonces las lágrimas brotaron, abundantes, sin congoja, desde algún lugar desconocido para mí, pero quizás familiar para mi alma. ¿De dónde venía ese llanto? ¿Qué lo convocaba?

 

 

Ya en la explanada que estaba junto al muro mi tío nos contó que ese lugar era una especie de Cabo Cañaveral: desde ahí se había elevado el profeta Elías en un carro de fuego, desde allá se había elevado Jesús resucitado, más allá había hecho su viaje a los cielos el profeta Muhammad (bueno, en ese momento mi tío lo llamó simplemente Mahoma).

 

 

Hace un tiempo me enteré de que en los primeros años del islam, los musulmanes se orientaban hacia Jerusalén para rezar. ¿Qué hay allí? ¿Por qué hubo seres humanos de diferentes épocas y pueblos que se elevaron hacia los cielos desde este mismo lugar? ¿Qué secretos guarda? ¿Qué bendiciones ofrece? Quiera Dios que entendamos pronto que un lugar en el que las tres religiones monoteístas están entretejidas en sus raíces más profundas no puede seguir al servicio de la separación, sino que debe estar al servicio del encuentro y, sobre todo, de la paz.

 

¹ En el islam, la quibla define la dirección de la Kaaba (en La Meca) y a la que el imán y los orantes deben dirigirse cada vez que realizan sus rezos. En las mezquitas existe un lugar que indica la orientación de la quibla y se denomina mihrab.

² Torre de las mezquitas musulmanas desde donde se realiza el llamado a la oración.

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