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ANÉCDOTAS DESCONCERTANTES 

DE UN PSICOTERAPEUTA

En memoria de José Aranda 

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José, fue un psicólogo y sofrólogo desde la década del cincuenta. Miembro de un equipo de científicos de la Universidad de La Plata. Vecino del barrio de Caballito y generoso colaborador de notas para nuestra revista impresa, aportó experiencias a través de diversas y asombrosas anécdotas de consultorio no convencionales

Si bien José ya no está entre nosotros, dejó narraciones que valoramos por su honestidad y mirada propia frente a situaciones rozadas por el misterio, aquí una de ellas 

"CLARISA, GRACIAS"

Fritzoff Kapra en su libro “El Tao de la Física” encara el tema de la teoría del caos, de la casualidad y la causalidad.

 

 

Comienza uno de sus capítulos con la afirmación de que “No podemos negar que el aleteo de una mariposa en Tokio, no tenga nada que ver con terremoto en San Francisco”. Según esta visión “el Caos” no es nada más que un orden diferente que para nuestro paradigmático pensamiento secuencial es un tanto difícil de aceptar. Conforme a esta óptica, gran cantidad de coincidencias que juzgamos “casuales” no son tales, sino resultantes de un orden diferente al que estamos acostumbrados.

  

 

No obstante haber sido educado dentro de la Fe religiosa, la afirmación de Paulo Coelho y principalmente la de Viktor Frankl en “La Presencia ignorada de Dios”, me fueron alejando más y más del agnosticismo. Ambos, Coelho y Frankl insisten en que Dios permanentemente nos está dando señales que nosotros no obstante advertirlas no les damos la atención que nos reclaman.

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A algunos psicoterapeutas que elegimos la sofrología en nuestros tratamientos, nos suelen suceder curiosos fenómenos a veces desconcertantes. Este, “Clarisa, Gracias” es uno de ellos. Como es rigurosamente cierto relataré los hechos con las reservas del caso.

 

 

Estaba en mi consultorio esperando la visita de Eduardo, quien concurriría por primera vez a la consulta. Llegado puntualmente, luego de las presentaciones y saludos correspondientes, pasados diez o quince minutos preliminares para aflojar las tensiones y expectativas iniciales al preguntarle en qué podía yo serle útil, Eduardo interrumpió de modo abrupto y me preguntó:

 

—¿Usted ha tenido un familiar de un poco más de un metro ochenta de estatura, cabello blanco ondulado, tez bronceada, muy buen porte y señorío que usaba bastón, y a quién quería mucho?

 

Lo inesperado de su pregunta y el hecho de que estaba describiendo a mi tío Carlos, hermano de mi madre, fallecido hacía algún tiempo, me descolocó.

 

—Sí, respondí ¿Usted lo conocía?

—No, es que está al lado suyo. Dijo Eduardo.

 

Venciendo mi estupefacción, le pregunté lo único que se me ocurrió en ese momento:

 

—¿Usted es espiritista?

—No, algunas veces veo o escucho como ahora, cosas que van a suceder. Pero no me de bola -respondió.

 

Lo primero que hice cuando Eduardo se fue es llamar por teléfono a mi prima, la hija del tío Carlos y ella me contestó: “Hoy se cumplen tres años del fallecimiento de papá.”

Alicia S. Mariani

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Sucedieron a este primer encuentro cuatro o cinco más. Es innecesario señalar mis expectativas ante cada visita de Eduardo hasta el nuevo fenómeno, título de esta nota. Ni bien se recostó en el diván buscando distenderse me dijo: “Estoy escuchando una voz de mujer diciendo ‘José, te quiero mucho. Cuidá tu corazón.’ ¿Quién es José?” -preguntó. “Yo”, respondí.  “Yo soy José, pero pocas personas me llaman por mi nombre, lo hacen por el apellido.” Obviaré describir mi tensión durante el encuentro.

 

 

 

Al despedirlo, en un gesto torpe golpeé el tarjetero sobre mi escritorio y se desparramaron todas las tarjetas por el piso. Luego me dispuse a levantarlas y acomodarlas nuevamente mientras mi cerebro buscaba una referencia indicadora de quién podría ser aquella mujer. Levanté todas, hasta la que habían caído atrás del escritorio en un lugar incómodo, allí una de ellas decía “Clarisa” ¿Quién era?

La titular de la tarjeta era una elegante señora de 37 años que no aparentaba más de 30. Me visitaba  por sugerencia del médico que la atendía en sus caídas depresivas acompañadas de taquicardia y recurrentes ataques de asma, que luego de un tiempo de tratamiento, estimó que su tema tenía aspectos psicosomáticos por lo que era indicado también atención psicológica.

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Como es costumbre, le señalamos al paciente que al psicólogo es al último que deben ver con posterioridad de la visita al médico. Clarisa era bonita algo gordita, de unos hermosos ojos y cabellos negros, dulce, sumamente dulce en su forma de hablar y en sus gestos refinados y de gran delicadeza. Al preguntarle por su estado de salud en general y por la última vez que hizo un chequeo, me aseguró que su último examen clínico databa de 60 días y que se encontraba en líneas generales bien de salud y que le preocupaban sus estados depresivos para los cuales el médico le sugirió atención psicológica. Nos pusimos de acuerdo y un par de días después comenzamos nuestros encuentros.

 

 

“Yo al tuerto lo conozco en cuanto me mira”, decía otro tío con la socarronería del hombre del interior bonaerense, y creo que a cualquier colega observador le sucedería lo mismo. Había algo en Clarisa que me resultaba inquietante. Era gordita con ese pequeño sobrepeso aparentemente inocente pero que a mí se me ocurrió que tendría algo que ver con la tiroides; así que a la tercera o cuarta entrevista le rogué a Clarisa que fuera a ver a un endocrinólogo, y pese a sus reiteradas afirmaciones de que había sido recientemente “chequeada”, fue a nueva consulta por mi solicitud.

Cuando los psicólogos tenemos experiencia en la profesión, también desarrollamos una apreciable intuición de lo que posiblemente sucede a quién tenemos enfrente. Mi situación frente a Clarisa era tal,  que le pedí repitiera sus últimos estudios médicos, y más precisamente que consultara a un endocrinólogo, cosa que Clarisa para mi tranquilidad aseguró realizaría de inmediato.

 

 

Estábamos en octubre, lo recuerdo muy bien. Entraba de la calle a mi consultorio disfrutando del perfume de los paraísos que en mi barrio florecen y perfuman la temporada. Al abrir la puerta del consultorio oigo sonar el teléfono y al atender del otro lado una voz muy dulce me dice: “Gracias José. Me salvaste la vida”. Era Clarisa. Quedé sorprendido por su afirmación y curioso le pregunté por qué decía eso: “Fui a la endocrinóloga, me hicieron una revisación exhaustiva y tengo el Síndrome de Cushing… pero gracias a Dios lo tomamos a tiempo. Te lo debo a vos”. Después de excusarme con la turbación del caso ante el calor del inmerecido agradecimiento quedamos en que vendría la próxima semana. Vino, la vi animada y contenta. Me explicó que todo ello era consecuencia del abuso de corticoides y continuamos el encuentro.

Una semana más tarde, otra llamada telefónica tempranera me sorprendió al escuchar la voz de un caballero que se presentó telefónicamente como el esposo de Clarisa, diciéndome que ella estaba internada en un sanatorio y le había pedido que se comunicara conmigo solicitando que fuera a verla. Me indicó a continuación que había tenido que internarla por un ataque de asma sumamente intenso. Fui a verla al día siguiente. Estaba acostada con una mascarilla de oxígeno, sedada y respirando con dificultad. Me tomó la mano con gran cariño y conversamos en silencio un buen rato. Antes de retirarme dijo que estaría internada un par de semanas y que si la encontraban bien le darían el alta y volveríamos a la terapia.

 

 

 Nos vimos un par de veces más, hasta que a mediados de diciembre volvieron a internarla por una nueva crisis asmática. Volví a visitarla y la encontré muy bien de ánimo, no obstante estar canalizada y llena de mangueritas de plástico con botellones colgados de soportes. Conversamos un buen rato y me comunicó su convicción de una pronta recuperación y su decisión de que a partir de enero volveríamos a la terapia.

 

 

—Tendrá que ser en febrero Clarisa, porque a partir de enero me voy de vacaciones -le dije.

—Bueno, será en febrero. Anotáme en tu agenda para el primer jueves de febrero a la hora de siempre.

— Hecho -respondí.

 

Tomé su mano y me despedí no sin antes desearle “Felices Fiestas”, ya repuesta y en compañía de los suyos.

 

Llegó febrero y después de mis vacaciones recibo a Estela, una amiga de Clarisa que recomenzaba la terapia, y a poco de iniciarla advertí que había algo que quería decirme y que forzaba un poco el diálogo hacia determinado lugar hasta que al final lo dijo, Clarisa había fallecido a mediados de enero.

 

 

 

Al despedir a Eduardo y cerrar la puerta me dirigí a mi escritorio. Tomé el fichero y me quedé contemplando la ficha mencionada que cayó al suelo que decía Clarisa G, calle Ballivian..., Teléfono...

Aquí termina parte de la historia. Hubo muchas coincidencias ¿Sincronicidades las llaman? Al día siguiente aun sintiéndome bien fui a la clínica a ver a mi médico. Al tomarme la presión arterial tenía 24 y 13. También por precaución me dejó internado. Estoy convencido que aquella vez, Clarisa me salvó la vida a mí.

Lic. José Aranda

Un niño es un espíritu

creativo, sensible, moldeable,

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PSICÓLOGA CLÍNICA

Viviana Noemí Cristóbal

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